Estoy en la sala de espera de Aeroparque por tomar un vuelo a Santiago de Chile. Del otro lado de la cordillera me espera un grupo de entusiastas que, tal vez habiendo agotado las herramientas autodidactas y los recursos pedagógicos de internet, busca otro tipo de formación en cuerdas.
Este tipo de viaje me hace volver a pensar en ideas que ya había esbozado en el pasado. Cuando comenzaba a dar mis primeras clases, cuatro años atrás, ya pensaba en los desafíos que teníamos por delante. Uno de ellos era la de construir una comunidad de cuerdas latinoamericana. En ese momento el impulso aparecía de manera abstracta e idealista, como si viviéramos en un mundo sin contradicciones, como si establecer algo así como "una comunidad" no implicara el debate, las distinciones, oposiciones y rupturas.
Estos años me han servido para entender las cosas de una forma más concreta, efectivamente, los practicantes de distintos espacios no han convergido en “una" comunidad, todo lo contrario. Aun así, e incluso cuando algunos se han abierto y tomado otros caminos, hay quienes parecen acercarse cada vez más interesados en el nuestro. Uno de los temas que da vueltas en círculos en la medida que avanzamos en esta dirección es qué es el shibari: arte, disciplina, imagen, comunicación, experiencia, espectáculo... Cada vez se vuelve más claro que la batalla por el nombre “shibari” es algo secundario y, en todo caso, una batalla perdida (la misma palabra, en realidad, dice poco). Cuando decimos "kinbaku", en cambio (e independientemente de su interpretación fina -atar fuerte, atar con intención,etc), buscamos posicionarnos para abordar la cuestión: desde qué perspectiva construimos nuestro shibari. Y, específicamente, cómo lo construimos en Latinoamérica. Es decir, cómo nosotros, nuestra comunidad que ya existe, piensa darle forma a la aún incipiente pero compleja y diversa escena de cuerdas, donde shibari aparece más bien como una palabra aglutinante y de confusa distinción.
Otro tema que surgió en casa, antes de partir, es si esta comunidad tiene un carácter específico, si se trata de un simple grupo de gente con un interés común o si se trata de una escuela. Si quisiéramos que sea esto último ¿Qué significaría? Esbocé hace algunas horas en el intercambio: "A veces expreso ideas sobre ‘nuestra escuela’, ‘nuestra perspectiva’ o ‘el shibari que practicamos en este lugar’. Con esto no me refiero a por donde pasa la cuerda o solo a cuestiones técnicas sino a una perspectiva general en una comunidad particular(...). Un grupo más amplio pero que se encuentra en torno a miembros/alumnos/discípulos que deciden construir este espacio en concreto. Los nietos de Haru Tsubaki transmitiendo la energía de Yukimura Haruki. Los que piensan que acá vemos formitas de ataduras así o asá (y que entonces están los otros por allá que las harían con otras figuras) creo que se están perdiendo una gran parte de lo que estamos construyendo".
En un texto que escribí en 2018, el comienzo de estas reflexiones sobre cuerdas, planteaba lo que consideraba algunas pautas de lo que entendía por shibari kinbaku: una experiencia sexual y sadomasoquista anclada en el vínculo entre quien es atado, quien ata y quien mira. Si bien cada cual hace de las cuerdas lo que se le antoja, esa caracterización buscaba una aproximación honesta de las inquietudes de muchos que se acercan a las cuerdas, o mejor dicho, de quienes se acercan a nuestras cuerdas. El texto, sin embargo, peca de algunas ideas de quien aun estaba descubriendo algo nuevo. Una suerte de japonismo parecía insinuar que en la isla de los samurái todo es puro y que los occidentales no hacemos más que distorsionar y empobrecer aquella elevada cultura. Más bien -pienso en la actualidad- la cuestión de la discordia viene del mismo Japón y muchas veces no solo de entusiastas anónimos sino de sus grandes referentes. Por otro lado, en occidente, distintos practicantes han tomado la posta y se han comprometido a construir el shibari fuera de Japón, partidarios de unas y otras perspectivas buscan encontrar una definición de lo que hacemos. En occidente hay una continuidad, la verdadera apropiación es meterse en este debate no como extranjeros gustosos del exotismo japonés sino siendo parte de la construcción de una disciplina.
Ya en Santiago, antes de mi presentación, fue muy importante hablar sobre el cuidado y la higiene del suelo. Al principio parecía no entenderse esa suerte de obsesión por limpiar minuciosamente, dejar el calzado afuera, volver a trapear si algún descuidado insistía en pisar el tatami con sus zapatillas; mantener impoluto el lugar donde nuestros modelos y nuestras cuerdas iban a posarse. Finalmente se entendió y pude presentarme. Otro momento importante fue el de marcar la importancia de la seguridad de su propia práctica en un sentido comunitario. Cómo se garantiza una comunidad de cuerdas segura y responsable, quién ata y cuáles son sus límites o capacidades, entre otras cosas. Comenzar la primera jornada del taller tomando consciencia de esto, que sería importante cuando yo ya no estuviera, fue sin duda una motivación para aceptar el viaje. El segundo día empezamos tratando de revertir un cierto egocentrismo natural de los atadores, habíamos usado los cuerpos de nuestros modelos como si fueran maniquíes para nuestros propios fines. Los ipponawa que prosiguieron, enfocados en la transmisión de energía, seguramente fueron el mejor momento del taller. También vimos, por supuesto, por donde pasa la cuerda, por qué las fricciones van en determinado lugar, cuáles son las tensiones adecuadas y cómo abordar los distintos cuerpos. Incluso estuvo lo menos importante, tal suspensión y tal otra, así o asá. Sobre el final, gracias a las palabras de quienes modelaron entendí que parte de lo que fui a buscar a Chile se estaba cumpliendo: las clases estaban siendo una reflexión sobre lo que la propia comunidad está haciendo, en qué lugar están parados, una valoración sobre el lugar y el esclarecimiento de los deseos de quienes son atados -"Quién me ata", "¿para qué?"-, de la búsqueda de una práctica concreta y definida (vimos principalmente Osada ryu, aunque también hurgamos por otros lados) que se ve en una forma estética y una experiencia en particular. Reflexión, sensibilidad y cuidado, también pasión y entusiasmo.
Finalizada mi tarea, cuando el avión levantó vuelo por la noche vi alejarse a Santiago en medio de una bruma espesa. Aunque cada vez que mencionaba el tema de la niebla Alonso me recordaba que en realidad era esmog para mí era como ir saliendo de un territorio onírico. Cuando ya me había alejado de la capital vi maravillado la cantidad de pequeños pueblitos chilenos que brillaban allá abajo y me preguntaba cómo serían sus calles y sus historias. Mientras fantaseaba con recorrer alguno de esos lugares en un futuro regreso de cuerdas a Chile la voz del avión me dejó desconcertado: anunció que estábamos por aterrizar en el Aeroparque Jorge Newbery. Me sentí junto a Yupanqui, quien prefería el caballo al avión; ese corto viaje apenas me alcanzó para leer unas pocas páginas de un libro de Kenzaburo Oé que me regalaron días antes de viajar.
En la lectura llegue hasta donde los japoneses podrían sentir demasiada humillación, indignante, si a un prisionero negro le parecía pobre la comida que le servían. La vergüenza es especialmente poderosa y fue un tema recurrente tanto en las clases como en las charlas subsiguientes, hablando -sobre todo- de Yukimura y acompañados de alguna chela. Entre la vergüenza, en Kenzaburo también se desliza un erotismo provocador: los olores del negro, su miembro imponente, caderas desnudas, genitales rosados. Mis pensamientos se confunden entre sí.
La realidad me sacó a la fuerza del sueño. Aterricé en Buenos Aires y me intentaron robar en tres ocasiones. Recordé que en la clase del día anterior casi lloré cuando tuve que sacrificar una cuerda -cosa que seguramente los santiaguinos no notaron porque me enseñaron de chiquito a esconder muy bien algunos sentimientos. Paradójicamente, en el último intento de robo en la estación de Retiro, me atacaron violentamente arrebatándome la valija con todo mi yute. Un rato antes, mientras volaba, esa historia ya había pasado por mi cabeza y pensé que si sucediera esta vez no habría motivo para llorar: la cuerda no tiene valor en sí, encuentra su significado sólo cuando está atravesada por nosotros mismos.
La cosa termina así, unos recolectores de residuos me ayudaron a enfrentar la situación y me salvaron, los vándalos abandonaron la valija. De todos modos, me dejaron de recuerdo una marca en el cuello, la cual sentí como una venganza del destino por haber dejado la huella de mis cuerdas en las pieles de quienes se ofrecieron como mis modelos.
Aún en vuelo, chequeaba las fotos que las chicas me enviaron a uno y dos días de las ataduras; ver como evolucionan y sanan esas verdaderas marcas, con sus comentarios y devoluciones, es siempre un placer y un acto de amor. Mi marca en el cuello, en cambio, se ve ridícula y falaz. Cuando ato, mis deseos y sentimientos son oscuros, perversos; los de los sinvergüenzas, en comparación, ingenuos y banales, ni siquiera iban a entender esa valija llena de cuerdas y pornografía sadomasoquista.
Ya estoy casi a salvo, seguramente en dos horas termine de atravesar la peligrosa distancia entre la terminal de Retiro y mi casa en La Plata, y probablemente nunca más en mi vida lo vuelva a hacer un martes a las dos de la madrugada. Me quedan algunas horas más de sueño para volver a ese Santiago entrenieblas, a tomar una cañita con Alonso, planificar con esa comunidad de cuerdas nuestro próximo encuentro (casi todos me prometieron volver a vernos). Atar a Vivi y a Faby, volver a sentir sus pieles, intentar -en ese encuentro entresueños- llevarlas a un lugar más prohibido y que se mueran de vergüenza, que se enamoren un poco más aunque sea solo pasajero -o no, quien sabe.
Luego ya será hora de volver al trabajo de hormiga, del día a día, al ipponawa del grupo de los martes, al debate sobre si el shibari puede ser arte, a la juntada de cuerdas, al Kinbaku Íntimo y así. En casa me esperan Karmesí, Michisuki, alumnos y amigos que querrán enterarse de qué piel están hechos los chilenos, cómo acarician sus cuerdas, cómo vuelan sus deseos. Tengo que contarle a nuestra sensei que a pesar que llegué a Chile pensando que estaba llevando la novedad de sus enseñanzas, me sorprendí gratamente que hace años, a través de una viajera, ya había llegado a Santiago uno de los folletos de seguridad que ella entregaba a todo aquel que pisaba el tatami del Dojo. Cuando me lo mostraron, mientras trataba de recordar si yo había estado presente en la visita de esta persona (y tratar de recordar su cara y su acento) volví a convencerme y reafirmar la importancia de la figura de Haru Tsubaki y su perspectiva, constructora del shibari latinoamericano.
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